Rocío sangriento (Pilar Rahola)

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El título no es una mala copia de una metáfora lorquiana, sino una expresión literal. Y antes de continuar, el preámbulo obligado, no fuera caso que las cosas no estuvieran claras desde el inicio. Este artículo habla del Rocío, pero no habla de los andaluces o de sus fiestas, sino de la capacidad que tiene el ser humano de ser muy inhumano. Allí y acullá. Como en Catalunya tenemos nuestra maldad con barretina, en su versión bous ensogats, embolats y el resto de salvajadas bovinas, y como la comisión del Parlament acaba de aprobar, con nocturnidad y alevosía, la petición del lobby ganadero para hacer tientas para turistas en tierras de la tarraconense, no seré yo quien levante el dedo hacia el sur español cuando en el sur catalán abundan las tropelías contra los animales. Dicho lo cual, ¡qué mal, qué salvaje lo del Rocío!

Y me explico. Este año “sólo” han muerto trece caballos en el Rocío. Y uso el adverbio “sólo” porque el año pasado murieron veintitrés, aunque la media no baja nunca de la docena. El informe de la entidad Avatma (Asociación de Veterinarios Abolicionistas de la Tauromaquia y del Maltrato Animal) es clara: “Los animales mueren de forma angustiosa por agotamiento y falta de agua”. Pacma ratifica la acusación, asegura que los animales mueren por falta de cuidados y de sensibilidad y por estar sometidos a esfuerzos sobrenaturales, y remacha con una definición rotunda: “El Rocío se ha convertido en un festejo descontrolado en el que permitimos que haya una romería de jolgorio en un espacio de máxima protección. Y encima mueren caballos por falta de atención”. Es decir, no mueren porque se concentran muchos en un mismo lugar, como asegura falazmente el Colegio andaluz de Veterinarios, sino porque no descansan, no beben suficiente agua, no reciben la atención mínima, es decir, son tratados como bestias de carga que trabajan hasta reventar. Y las condiciones para evitar esas muertes serían simples: dar de beber como mínimo cada dos horas, permitir el descanso a la sombra, quitarles un rato la silla, que les provoca heridas, y, a ser posible, darles un poco de potasio. Ergo, los caballos mueren porque sus propietarios no han hecho ni lo mínimo para evitarlo. Lo cual, además de trágico, es malvado.

Perdonen el símil, pero la tentación es grande: ¿cómo se puede tener tanta devoción por un dogma de fe representado en una madera, y tener tal falta de caridad por un ser vivo al que, además, usan, hacen trabajar de sol a sol y son incapaces de sentir su dolor? Me repugna esa insensibilidad, esa tiranía inhumana del ser humano, ese dolor animal tan innecesario. Y sobre todo me repugna esa hipocresía de vender una histriónica y barroca espiritualidad y no dar un poco de amor al pobre animal que hace todo el trabajo. Nada hay santo ni piadoso en un Rocío donde los caballos mueren agotados y sedientos. Sólo hay maldad.

(La Vanguardia)

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